Editorial del programa Razón de Estado número 177
Al final de la década de los ochenta, con excepción de los sospechosos conocidos, los pueblos de América Latina celebraban la apertura democrática con la llegada al poder de regímenes civiles nacidos de elecciones razonablemente libres.
En aquellos años, no fueron las élites ni la presión extranjera lo que logró la democratización política del continente. Fueron movimientos populares; ciudadanos, hombres y mujeres humildes, abatidos por la represión de las dictaduras, cansados de su corrupción y desesperados por la falta de libertad.
América Latina coincidió en aquel momento de su historia en el objetivo de fundar repúblicas democráticas con anhelo de libertad, progreso y modernidad. La dimensión política estaba resuelta. El problema lo presentó la dimensión económica. La mayoría de los países del subcontinente estaban excesivamente endeudados y con procesos inflacionarios fuera de control que afectaban de forma dramática la vida diaria de los latinoamericanos.
En los noventa y durante los primeros 20 años del Siglo XXI, América Latina tuvo períodos de gran crecimiento económico, pero, por un lado, no fue suficiente ni consistente, y por otro, la política entró en un laberinto de incapacidad, populismo y corrupción imparables, hasta el día de hoy.
Cuando la política empezaba a funcionar, como a finales de los 80, la economía falló. Y a partir de entonces, nunca se pusieron de acuerdo. Cuando la economía ha ido bien, la política, y los políticos incumplen, abusan y decepcionan.
Las dimensiones política y económica son inseparables y las dos deben funcionar correctamente para evitar que las democracias naufraguen en el desagüe del autoritarismo, la demagogia y el populismo.
La estabilidad democrática solo es posible cuando se tiene un modelo de desarrollo que se funda en el honor, la capacidad y la decencia en la política y en el crecimiento económico a través de la inversión, la creación de oportunidades, la atención a los problemas sociales y la certeza jurídica en un marco de absoluto respeto a la libertad.
Es por eso que el desarrollo económico y humano debe ser la primera responsabilidad política y moral del Estado, pues la pobreza, el desempleo y la ignorancia son las condiciones que destruyen la democracia y amenazan la libertad.
2022 encontró muy lastimadas a la política y la economía del continente. La primera está hundiendo más a la segunda pues la amenaza populista avanza por la falta de líderes con visión de Estado para tener un modelo de desarrollo exitoso; y por eso, la democracia, el escaso bienestar alcanzado y la libertad están en peligro.
Hoy, el mundo nos ve como una región inestable, poco confiable, con economías débiles e insuficientes; en su mayoría, con gobiernos autoritarios y populistas, contaminados de corrupción y crimen trasnacional.
Y es que, en realidad, en América Latina vamos contra la razón y la historia; como si el subdesarrollo fuera el objetivo.
Es difícil ser libres y estar luchando por construir repúblicas democráticas siendo pobres. Así, la democracia es frágil y la libertad precaria.
Si el crecimiento económico y la estabilidad política son la mejor defensa de la democracia y la libertad, y representan el único sistema capaz de aliviar los problemas sociales, uno se pregunta, ¿qué esperan los líderes, los estadistas, los mejores de cada sociedad para diseñar y promover las reformas necesarias y el modelo de desarrollo que mejor sirva a su país?
La libertad plena solo florece en la prosperidad que ofrecen la democracia republicana y el crecimiento económico. Esta es la ecuación que genera optimismo, produce soluciones y ofrece esperanza a los pueblos.