
Editorial del programa Razón de Estado número 368
En la vida de los pueblos, pocas decisiones pesan tanto como la de elegir a sus gobernantes. El voto no es un rito vacío ni un simple papel depositado en la urna; es un acto de creación colectiva, el momento en que la ciudadanía se concede a sí misma el derecho de soñar un futuro mejor y de encargar a alguien la tarea de encaminarlo. Cuando ese alguien resulta ser un líder capaz, honesto y honorable, las naciones descubren que la política puede ser un instrumento de prosperidad y dignidad, no de ruina y cinismo.
Cada generación es dueña de su destino. Y en la política esto se cumple con una precisión inexorable. Un pueblo que elige bien abre caminos de libertad, justicia y desarrollo; un pueblo que elige mal se condena al círculo vicioso de la corrupción y el subdesarrollo.
La historia abunda en ejemplos de países que, tras décadas de confusión, encontraron en el momento adecuado al líder con visión y carácter. La diferencia no estuvo en los recursos naturales ni en la geografía, estuvo en la calidad de la decisión ciudadana.
No hay mayor locura que confiar en truchos tranceros vestidos de redentores como Rodrigo Paz o Lara Montaño. El Evo y el Chávez de Bolivia.
Un candidato honorable, en cambio, como Tuto Quiroga, no necesita disfraz ni artificio, gobernará con la autoridad que le da su coherencia.
Los pueblos que eligen bien pronto notan los frutos. Se fortalecen las instituciones. La economía florece, porque se gobierna con reglas claras y con respeto al trabajo productivo. La confianza se expande, y con ella el espíritu de innovación y emprendimiento. La corrupción se combate con ejemplo.
Las naciones que eligen bien aspiran a prosperar y a generar oportunidades para todos. Quieren recuperar el orgullo de pertenecer a una comunidad que camina hacia adelante.
A diferencia de la mayor parte de América Latina, Bolivia tiene hoy a un candidato por el que se puede votar: Tuto Quiroga.
Un pueblo que decide con coraje y sensatez puede romper las cadenas del populismo y la incompetencia. Puede transformar la desesperanza en confianza y la parálisis en acción.
Ese es el milagro de la buena política. No reside en promesas espectaculares, sino en la fuerza callada de la decencia.
Cuando se vota con memoria, responsabilidad y visión, los pueblos no solo cambian de gobierno, cambian de destino.