Editorial del programa 376 de Razón de Estado
En el arte de gobernar, como en el arte de vivir, la razón importa. Las naciones que progresan han comprendido que la política y la economía deben sujetarse a la racionalidad. El progreso nace de la disciplina, no de los discursos; de las instituciones, no de las consignas; de la libertad, no de la imposición.
La libertad, esa palabra que los demagogos prostituyen y los pueblos a veces olvidan, es el principio que sostiene toda prosperidad. Empieza en el individuo, en su capacidad de pensar, decidir y actuar sin que otro le dicte el camino.
Las libertades civiles no son concesiones del poder, sino las condiciones mínimas del desarrollo. Allí donde se restringen, se apagan el ingenio, la productividad y la esperanza. Donde el poder domina el pensamiento, la economía se convierte en servidumbre y el ciudadano, en súbdito.
El socialismo, con su promesa de igualdad impuesta y justicia dirigida, ha demostrado, una y otra vez, que solo reparte miseria. Nació del rencor, prosperó en la manipulación y se perpetúa en la dependencia. Sus gobiernos, envueltos en discursos de redención, acabaron esclavizando a quienes prometieron liberar. La historia del socialismo es la historia del subdesarrollo.
América Latina lo sabe bien: ha sufrido por generaciones el hechizo de caudillos que, con palabras falsas y promesas de justicia, han arruinado economías y asfixiado democracias. Cada vez que un país de la región cede a la tentación del populismo autoritario, se repite la tragedia: abundancia convertida en pobreza, instituciones degradadas, libertades canceladas.
Chile fue, durante décadas, una excepción luminosa. Bajo el amparo de un modelo liberal, imperfecto, pero sensato, alcanzó los más altos niveles de desarrollo humano en la región. Demostró que la libertad económica es la mejor herramienta para vencer la pobreza. Sin embargo, en los últimos años, confundiendo libertad con desigualdad y progreso con privilegio, Chile desvió su camino. El 16 de noviembre tendrá la oportunidad de volver a la libertad.
América Latina, y especialmente Chile, harían bien en recordar que no se corrige el destino de un pueblo renunciando a las ideas que lo engrandecieron. No hay mayor locura que despreciar la experiencia.
La racionalidad política y económica es el modo más humano de gobernar porque entiende que solo el individuo libre puede construir una sociedad próspera. La libertad no garantiza el éxito, pero su ausencia asegura el fracaso.
En estos tiempos de confusión y populismo, conviene repetirlo con claridad: la verdadera justicia nace del mérito, la prosperidad de la libertad y la dignidad del esfuerzo propio.