Editorial del programa Razón de Estado número 292
A finales del Siglo XVIII, lo que todavía conocemos como el mundo libre y desarrollado inició el camino al ordenamiento político y a la fundación de instituciones que garantizaran ese orden político. Redactaron y acordaron Constituciones, Cartas Magnas, que les permitieron, con el paso del tiempo, muchos dolores y varias generaciones, construir una cultura basada en los principios de la libertad y el respeto al ser humano como individuo. Una cultura cimentada en un código de valores, con división de poderes y Estado de derecho que permitió evolución, éxito y reconocimiento al grupo de naciones conocido como el Occidente libre y desarrollado.
América Latina, como otras regiones del planeta, sigue atrapada en distintos momentos de siglos pasados, cuando la pobreza, la opresión y la muerte eran la norma. La diferencia respecto a este presente de volatilidad e incertidumbre es que se han caído las máscaras y se ha hecho evidente que la corrupción, el autoritarismo, la incompetencia de los políticos y la indiferencia de las élites son ejes transversales que impiden que una de las regiones más ricas del planeta avance y ofrezca oportunidades, esperanza y prosperidad a su gente.
Así es. El presente de América Latina es vivir en el pasado, soñando con un futuro que nunca llega. A veces avanzamos, pero no lo suficiente. Hoy, la región sufre una deriva autoritaria, aumentan los proyectos políticos fracasados, el populismo y el narcotráfico controlan las formas y el fondo en la gobernanza de nuestros países; tiranos y populistas, de izquierdas y derechas secuestran los sistemas de justicia para que reinen el crimen y la impunidad; y con la excesiva propaganda en esta era de la post-verdad, los ciudadanos estamos más confundidos que nunca, votando cada vez más por los peores; o por los menos malos, porque la oferta de candidatos es normalmente mediocre; y los resultados, una y otra vez, son los mismos.
Entonces, cabe preguntar ¿dónde está la solución a este círculo vicioso de Estados disfuncionales donde la política está secuestrada por incapaces, pícaros y mafiosos?
¿Cuándo aprenderemos que el desarrollo tiene como condición que el sistema de justicia asegure que la ley es igual para todos y que quien la hace la paga?
¿Cuándo entenderán las élites que invertir en democracia es el mejor negocio que ellas, las élites, y las naciones pueden hacer?
Las dos deben despertar, pero la respuesta a estas preguntas de siempre es “El Ciudadano”, la razón de ser del Estado, y quien al principio y al final debe ser el alma y la vida de las naciones para hacer que se respeten sus derechos y libertades.