Editorial del programa Razón de Estado número 156
Intelectuales, filósofos y maestros aseguran que el conocimiento es la fuente de la sabiduría. Conocer y aprender para poder, e insisten en que sólo así se debería acceder al poder político, por la extraordinaria responsabilidad que conlleva.
El poder político, afirman, debe estar en el pedestal de un código de valores éticos, respetables y respetados; sólo así pueden los pueblos aspirar a alcanzar bienestar.
El occidente democrático y desarrollado alcanzó altos niveles de prosperidad por tener economías abiertas, con reglas claras y certeza jurídica, en un marco de democracias liberales con división de poderes que respetan las libertades civiles y la propiedad privada.
Los países ricos desarrollaron tecnología de punta, han logrado altos niveles de control en la ciencia y llegaron a la gran recesión de 2008 con más planes y ambiciones que promesas y certezas. Siete años después del 9/11.
Lo que empezó a fallar desde aquella recesión y se hizo más evidente con la pandemia es que con al expansión de bienestar material en la última década del siglo XX y la primera del siglo XXI y la llegada de una nueva generación de ciudadanos distraídos, y con frecuencia presuntuosos, se relajaron los valores y se perdió el concepto, el espíritu y la relación entre el trabajo, el esfuerzo y la recompensa.
Hoy, son demasiados los jóvenes que quieren trabajar poco, ganar mucho, y si es posible, que todo sea gratis.
Es cierto que la era exponencial en la tecnología, la recesión de 2008, los rezagos en el sistema educativo planetario, la globalización y la pandemia, han hecho más difícil que los jóvenes consigan buenos trabajos y han hecho más fácil que los viejos pierdan los suyos.
Este es el mundo que estamos viviendo, un mundo en el que están fallando dos factores fundamentales: el primero, la política.
Es evidente la ausencia de hombres y mujeres de Estado que aclaren y den respuesta. Es evidente la escasez de líderes capaces de capitanear los desafíos del presente con visión de futuro.
A estas ausencias se suman la pérdida de respeto por la norma democrática, la violación constante a la división de poderes y el desacato al Estado de derecho.
El segundo factor fundamental que está fallando es la persona, el ciudadano, el ser humano. A las generaciones de antes, gente trabajadora que vivió dos guerras, la pandemia del 17 y la depresión económica del 29, la vida los hizo austeros, humanos, respetuosos. Gastaban poco aunque tuvieran y cuando les preguntaban “¿Por qué?” respondían “Porque no hay más barato”. Sobriedad que ejercían no solo en lo económico sino en todos los actos de su vida.
La vida es un laberinto de falsos dilemas donde muchas veces vemos las trampas cuando ya es muy tarde. Esto sucede en las relaciones personales, en la familia, en la vida laboral; en la política.
Hoy cuesta encontrar la verdad, no distinguimos los límites entre la realidad y la ficción. Desaprendimos a reducir las ideas a su justo tamaño.
El evidente derrumbe de los valores de la democracia, de la libertad y de la vida ejemplar, debiera motivar al ciudadano a fortalecer la sabiduría y el desarrollo personal. Por eso hay que volver a apostar por el conocimiento para rescatar al ser humano, y a través de él, la educación y la política.
Debemos convertir esta misión en el desafío del siglo XXI, un desafío que tenga la fuerza espiritual para transformar la mente, para cambiar nuestra manera de pensar, de ver el mundo, la manera de resolver nuestros problemas, la forma de ayudar a los demás. Un desafío que tenga como faro principal, la defensa incontestable de nuestra libertad.
Con un compromiso de honor por estas causas, rescatemos el propósito de la especie humana para el mundo de hoy.