
Editorial del programa 350 de Razón de Estado
Hubo un tiempo —no hace tanto— en que ciertas naciones guardaban el rito democrático con decoro, el debate existía, la disidencia era respetada, la prensa hablaba con libertad (aunque no siempre con acierto) y los ciudadanos podían criticar sin miedo a terminar en un tribunal, una celda o el paredón virtual del descrédito.
Pero los tiempos están cambiando. La democracia, como sistema, está quedando acorralada. No con fusiles, sino con votos. La desgracia totalitaria no está llegando en forma de golpe de Estado, sino de gobierno electo. El nuevo tirano no entra al palacio derribando puertas, sino ganando elecciones. Y una vez adentro, se quita la máscara.
Todo comienza con discursos sobre pueblo, justicia y patria, y luego resulta que los jueces estorban, los periodistas mienten, la oposición traiciona y la libertad divide. Y así, lo que era una democracia imperfecta, se convierte en una ficción autoritaria disfrazada de proceso popular.
Pero ¿cómo advertir al ciudadano que cree que “esto no va con él”?
Las libertades no desaparecen de golpe, se disuelven. No hay un decreto que diga “hoy ya no eres libre”. Lo que hay es una serie de excusas, mandatos y campañas de desprestigio que vacían el significado de la palabra democracia.
Se empieza con el control de los medios. Sigue la reforma de la justicia. Luego se persigue a la oposición, se manipulan elecciones, se envenena el lenguaje. Y cuando el ciudadano quiere reaccionar, ya es tarde. La tiranía se ha instalado, y lo hace con traje, sonrisa y mayoría parlamentaria.
El autoritarismo moderno no grita, administra. Administra el miedo, la mentira, el relato único. Y si alguien se atreve a discrepar, se le cancela, se le expulsa, o se le silencia bajo la acusación de ser enemigo del pueblo.
El nuevo totalitarismo no necesita tanques. Le basta con algoritmos, aplausos y reformas constitucionales.
Y lo más trágico es que muchas veces lo hace con el consentimiento de los ciudadanos que, hastiados, resignados o confundidos, votan por su propia servidumbre.
¿Qué hacer entonces?
Primero, despertar. Nadie está a salvo. Segundo, reconocer que libertad no es solo decir lo que uno quiere, es permitir que el otro diga lo que no queremos oír. Y tercero, actuar, organizarse. Vigilar al poder como se vigila al fuego, porque cuando el poder se siente impune, deja de gobernar y empieza a mandar.
La historia nos enseña que las democracias mueren cuando los ciudadanos bajan la guardia y se acostumbran al abuso. Por eso, ciudadanos libres, si alguien les promete orden absoluto, unidad sin debate y prosperidad sin esfuerzo, desconfíen. Su libertad está en peligro.