Editorial del programa Razón de Estado número 191
Hablando de la dignidad humana, hace algunos años, un querido maestro, hacía referencia a la metáfora de un faisán que, herido de muerte, sigue batiendo las alas. Y no se refería a esa dignidad derivada de nuestra condición de seres razonables, que, como dice, a veces lo somos muy poco. Ni a la que sugería Pico della Mirandola, con eso de que más que ser menos que ángeles, a menudo nos comportamos como algo menos que bestias.
El maestro, que además es humanista, escritor, profesor y empresario, y que se graduó de Ser Humano hace muchas décadas – la condición más digna de todas – se refiere a la dignidad humana como a esa fuerza que nos permite afrontar atropellos, sonrojos y adversidades; a la dignidad debida más a la voluntad que a la razón.
Dice el maestro que se trata de esa virtud de carácter que alivia nuestras derrotas y miserias, la elegancia que separa la vergüenza del orgullo.
En gran medida, dice, todos somos faisanes heridos, y frente a la adversidad y el dolor, es gracias a esa dignidad que logramos el impulso para seguir batiendo las alas.
Continúa el maestro y afirma que andar con dignidad por la vida, pese a las derrotas de la edad, el miedo o la fortuna es uno de nuestros mejores dones. Ser dignos en última instancia es ignorar lo que nos hiere. Y afirma el maestro que armados de esa ética personal y ese decoro, logramos sobrevivir a las servidumbres que nos impone la andadura. Vivir con honor, morir sin duelo. Ésta es la regla. Lo que no es malo, si bien se mira, pues la vida de los que saben levantarse se enriquece con una ética de resistencia que, como al faisán, les dota de título y distinción. La prueba que vuelve el fracaso fecundo.
Y sigue el maestro, de la herida que abre fluye nuestra dignidad, que es la honra del caído, la defensa del humilde, el signo de nuestra autoestima.
Sufrir una derrota no es darse por vencido. Es no doblar la rodilla y, como el faisán, no rendirse ni siquiera al implacable mandato de la muerte. Parece, pero no es orgullo. El orgullo precede a la caída; la dignidad le sigue. Y si, como dice el poeta, hay una muerte lenta que atraviesa la vida lentamente, hay también una lenta dignidad que alienta la vida hasta su fin.
Continúa el maestro diciendo que no es fácil ser digno en estos tiempos que corren. Quizá en ningún tiempo lo ha sido. La gente se engaña a si misma, rebaja su condición, se vende por unas monedas, se humilla, se deshonra. Y así, viene a suceder que, a la larga, solo alcanzan a emular el vuelo de la gallina.
La dignidad no es un valor en alza porque tal vez dedicamos demasiado tiempo a humillar la dignidad ajena. O como dijo Saramago en su discurso de aceptación del Nobel, si hay hombres que no se respetan a si mismos es porque hace tiempo perdieron el respeto a sus semejantes.
Aparentamos dignidad, dice el maestro, pero no la sentimos. Hemos perdido la ética de la dignidad en aras de valores menos decorosos como el dinero, la vanidad, el poder.
Con estas reflexiones y en estos tiempos de dolores e incertidumbre, solo quería recordar, con agradecimiento y alegría, al querido maestro y su legado, que en estos días llega a los 82, con buena salud, al lado de su familia, con mucho que dar y con su dignidad intacta.