Editorial del programa Razón de Estado número 205
En América Latina hemos vivido por décadas el perverso maleficio del péndulo de la historia, saltando de un extremo a otro; de la incompetencia a la demagogia, del subdesarrollo político a la corrupción; de la infamia y la ausencia de estadistas al vergonzoso patrimonio compartido por izquierdas y derechas de nuestro Continente.
Costará el sacrificio de muchos años y generaciones completas de latinoamericanos, limpiar, refundar y construir naciones democráticas que sean dignas de ese nombre.
Las excepciones conocidas, son eso, excepciones. Aisladas y escasas.
Los pueblos latinoamericanos hemos sido un público sumiso y obediente al que charlatanes, ideólogos y populistas prometen a diario la llegada de una panacea social, política y económica; y como nunca llega, dice un maestro, nos hemos habituado a una espera quietista y absurda; lo que explica que el presente sea siempre dolor, el futuro magia blanca y el pasado melancolía; tres rasgos fundamentales del drama latino que se refuerzan a diario desde púlpitos, cátedras y tribunas.
En la estéril esperanza de la curación de sus frustraciones, más de la tercera parte de latinoamericanos – esto es más de 200 millones de seres humanos – querrían emigrar a esa geografía que se conoce como el mundo libre desarrollado. Estados Unidos y Europa.
Cuando se es pobre, el porvenir, el futuro prometido, siempre es mejor que un presente de salud precaria, hambre añeja y trabajo agotador.
La frustración de no poder alcanzar una vida digna en el presente, porque se come mal y poco y la vida es breve, se alivia porque el futuro está siempre lleno de promesas.
Este es el espíritu que anima a esos héroes a los que llaman emigrantes cuando emprenden el peligroso camino en busca de un mejor destino a causa del fracaso de sus naciones.
Esa admirable prueba de coraje y sacrifico a la que se atreven esos millones de seres humanos que cruzan clandestinamente las fronteras de esa geografía a la que llamamos primer mundo se debe a que van en busca de una oportunidad de vida, de prosperidad, de paz, de respeto a su integridad física; van en busca de Estados e instituciones que funcionan. Anhelan seguridad legal sabiendo que violan la ley, pero sienten que ejercen un derecho natural y moral que ninguna norma jurídica ha podido contener.
El sueño de atravesar el Río Grande, o los riesgos de cruzar los cayos de la Florida o las barreras electrificadas de Tijuana, o los muelles de Marsella, o el estrecho de Gibraltar, para luego subir a trenes y camiones traicioneros, son solo algunos de los peligros que han costado vidas y separado familias. Y esto, por huir de la pobreza, del populismo, del hambre, de la corrupción, de la falta de libertad, de la falta de oportunidades, de la violencia, del desempleo y la desesperanza.
Esa válvula de escape de presión social que es la emigración está más abierta que nunca. A pesar de sus esfuerzos para evitarlo, o al menos ordenarlo, el primer mundo se está llenando de latinos, africanos, asiáticos y musulmanes.
Más que una pena, es una tragedia vergonzosa que tantos países del mundo no puedan ofrecer a su gente un presente de dignidad y un futuro de esperanza. Esa gente está votando con los pies. Emigra y envía a casa parte de su ingreso. Las remesas que hoy mantienen países a flote.
Lo que está claro, es que, si seguimos como vamos y no corregimos los desajustes del mundo de hoy; con los descubrimientos recientes sobre El Universo, podremos considerar la posibilidad de que todos, emigremos, pero a otro planeta. Habrá que ver si a los terrícolas nos quieren allá.