Editorial del programa Razón de Estado número 167
El universo está lleno de estrellas y hay suficiente evidencia que sugiere que en muchas de ellas hay vida. Algunos científicos afirman que existen civilizaciones más inteligentes y avanzadas que nosotros y que algún día las veremos.
Aquí, en la Tierra, la mayoría de sus habitantes considera que la ecuación de la vida se ha tornado compleja y más difícil. Un joven muchacho, de esos que llaman millenials, me preguntaba hace unos días ¿si la vida fue siempre tan dura? Y cuestionaba si para las generaciones de sus padres, abuelos y bisabuelos, el diario vivir fue tan áspero, como lo sienten muchos jóvenes en el mundo de hoy.
Me decía este muchacho que ya no son el esfuerzo ni el mérito lo que permite alcanzar metas y medios para vivir. Las oportunidades, se quejaba, son escasas, pagan poco y el tiempo no alcanza y afirmaba que eso se debe a que las relaciones personales, la economía y la política no están funcionando y que su generación se siente en un laberinto sin salida.
Ante semejantes dilemas respondí al muchacho con preguntas ¿Cómo crees tú que lo pasaron tus abuelos, pero en especial, tus bisabuelos en los primeros 50 años del siglo pasado en los que el mundo vivió dos guerras mundiales, una pandemia que mató a más de 50 millones de seres humanos y la gran depresión económica? ¿No crees que el cansancio que domina le ánimo de hoy en los jóvenes se debe también a las trampas y las mentiras de las redes sociales?
Le dije que es cierto que la política en el mundo está fallando, que la economía global es insuficiente y que hoy cuesta más acceder a las cosas materiales que se pretenden y a los niveles de bienestar a los que se aspira. Pero también vivimos tiempos de frivolidad, indiferencia y consumismo y aunque nos frustra y debilita, ponemos las expectativas arriba de la realidad.
Y le recordé que nuestros viejos superaron sus crisis porque sus vidas giraban en un entorno más sencillo, de austeridad, trabajo y sacrificio y que por eso el bienestar y la felicidad razonable eran metas alcanzables.
Después de dar vueltas al compás de la vida, el joven y yo coincidimos en que el paso de los años permite ver y apreciar la vida en su justa dimensión. Le dije ¿Qué hubiera dado yo por saber de joven lo que sigo aprendiendo de viejo? Y es que sólo puedo dar gracias porque estoy llegando a estas conclusiones cuando me queda tiempo todavía para seguir evolucionando, para seguir haciendo las paces con la vida y con el mundo a mi manera, disfrutando cada momento, los buenos y los malos, y apreciando del maravilloso camino que es la vida, a pesar de cualquier cosa.
Por eso, con su permiso y como reflexión final deseo que las estrellas me escuchen recordar que en un día como hoy, hace 87 años nació un hombre que en los pocos años que tuve el privilegio de compartir con él, y por el recuerdo que dejó en mí y en tanta gente, mi optimismo por el futuro del ser humano sigue intacto.
Quien sería hoy un venerable señor de 87, sólo llegó a los 42, pero somos muchos los testigos y fuimos más los beneficiarios de su bondad, de su ejemplo, de su sencillez, de su generosidad, de su corazón noble y sincero.
Aquel hombre era mi padre. El destino se lo llevó hace 47 años cuando yo tenía 15 y desde entonces sigo esperando el día en que nos volvamos a encontrar para darnos un abrazo fuerte, como tantos que nos dimos, como tantos que faltaron.
¡Feliz cumpleaños, querido viejo, gracias por seguir siendo una estrella en mi vida!