Editorial del programa Razón de Estado número 197
En estos días se está realizando en la ciudad de Los Ángeles, California, la IX Cumbre de las Américas. Una reunión, que congrega a las naciones que forman el continente americano y en la que si viviéramos en un mundo normal, se discutiría sobre los problemas económicos, sociales y políticos de nuestro tiempo. Se hablaría de integración, migración y oportunidades. Se reflexionaría sobre el desafío energético, crecimiento económico y cambio climático.
Sin embargo, lejos, muy lejos de una cumbre de ideas, alianzas y cooperación, estamos viendo un desfile de presentes y ausentes, de egos, dogmas ideológicos y mastodontes. Muy lejos de la cumbre que debió ser, estamos viendo una región desde la que se viola la norma democrática y se abusa de la ignorancia de los pueblos.
Estamos viendo una región en la que la mayoría de los gobiernos se aprovechan de la indiferencia que los políticos han provocado en los ciudadanos. Y somos testigos de cómo gobernantes autócratas, incapaces y delincuentes pretenden tratar a sus votantes, vecinos o súbditos, como idiotas.
Si no se detiene la degradación institucional que sufre casi toda la América Latina a manos de tiranos, déspotas y bandidos, disfrazados de demócratas, se llegará a un punto en que tomará más de una generación corregir y rescatar el rumbo. Las consecuencias serán graves y el sufrimiento de los pueblos, mayor.
Separando las muy escasas excepciones conocidas en América Latina, hoy vivimos con una derecha marcada por la incompetencia y la corrupción, con una izquierda atrapada en los dogmas ideológicos de los años ochenta que padece una peligrosa ignorancia sobre el proceso económico. Diestra y siniestra con tendencias autoritarias, ambas contaminadas de narcotráfico y protegidas por la impunidad que les ofrece el hecho de que están secuestrando los sistemas de justicia. Este siniestro rompecabezas está condenando a nuestra región a décadas de pobreza y subdesarrollo.
Se debe reconocer a Uruguay, Ecuador, Dominicana, Costa Rica y Panamá, naciones democráticas cada una con sus desafíos y amenazas, pero en este momento, son las excepciones conocidas. En el resto de nuestro continente están puestas las nubes para que caiga una severa tormenta de predecibles consecuencias.
De esto dan cuenta el peligroso cantamañanas en México, una Centroamérica a la deriva, Venezuela destruida por el narcosocialismo del siglo XXI, el Perú con un presidente analfabeto, Brasil entre las llamas y el fuego, Argentina arrasada por el necio peronismo populista, Bolivia recapturada por los narcos de izquierda, en Chile (otrora faro de luz en el continente) un joven marxista en el poder apadrina la construcción de una Constitución que destruirá aquella gran nación andina. Y Colombia, el gran aliado de Estados Unidos y la joya de la corona para el Foro de Sao Paulo, está al borde del precipicio.
Esto no es cuestión de pesimismo u optimismo, es cuestión de datos y consecuencias. El pronóstico de América Latina en este momento no es bueno. Por eso, en estos días de ferias de libro, conferencias sobre la libertad y jubileos, se escucha escritores, filósofos y sociólogos decir que la democracia necesita Don Quijotes y Sanchos Panza, héroes de la libertad, defensores comprometidos con los valores liberales de occidente.
Esto no es hablar de un idealismo utópico, sino de la urgente e imprescindible necesidad de proteger la democracia liberal que con sus virtudes y debilidades acepta la imperfección del mundo, dialoga con los adversarios, llega a acuerdos, permite trabajar, facilita el desarrollo y trata a los habitantes de sus naciones como ciudadanos, como seres humanos dignos y respetables.