
20 de mayo de 2025
Decían los antiguos —con temor reverente y sabiduría de siglos— que cuando un cometa rasgaba el cielo o los astros se alineaban como en concierto secreto, no era por azar ni capricho celeste. Era señal, advertencia, presagio.
Tales apariciones solían preceder el fin de un mundo o el nacimiento de otro. No de la tierra en su giro, sino del orden que en ella reinaba: imperios caían, creencias se tambaleaban, civilizaciones mudaban de piel.
Así hablaban los cielos a quienes sabían mirar.
Hoy, que algo en el aire anuncia cambio, conviene levantar la vista y prepararse.
En la historia —como en el firmamento— hay momentos raros, casi prodigiosos, en los que los astros se alinean y el tiempo parece detenerse un instante para abrir un umbral.
Hoy estamos aquí ante una de esas raras alineaciones. No de cuerpos celestes, sino de voluntades lúcidas, conciencias firmes y corazones comprometidos.
Hoy estamos aquí ante una de esas raras alineaciones, que ojalá, juntos, convirtamos en oportunidad.
Estas reuniones deben tener consecuencia.
Ustedes —cada uno de ustedes— representan no solo a instituciones, naciones o causas, sino a la posibilidad real de que Iberoamérica se mire de frente y diga: basta de fragmentaciones, basta de silencios, basta de excusas.
Cuando las mejores mentes renuncian a actuar, el vacío no espera: lo llena el ruido, el caos o el cinismo. Cuando los buenos se reúnen, los gigantes tiemblan y las sombras retroceden.
Quienes estamos hoy aquí, nos reunimos más de una vez al año, y en cada encuentro, coincidimos en que las circunstancias y el rumbo no mejoran. Al contrario.
Si hay acuerdo entre nosotros, entre quienes queremos y podemos, que no somos tantos; si hay propósito común, algo grande puede empezar por el bien de las libertades, por la sobrevivencia de nuestras frágiles democracias, por el bien de los valores de Occidente.
Estoy seguro de que en el cónclave que tendremos los próximos 3 días —mañana, acá en Madrid, el jueves en Oviedo y el viernes en el Museo de la Emigración en Colombres— haremos las tareas pendientes, y nos pondremos de acuerdo, por fin, para iniciar la misión por la libertad, por el futuro de Iberoamérica.
Bienvenidos sean a esta hora que podría —si lo decidimos juntos— convertirse en historia.
Aun así, nada de lo que viviremos estos días será más importante o tendrá la emoción por lo que ocurrirá mañana, al final del día, cuando rindamos homenaje a nuestro querido Mario Vargas Llosa.
Querido amigo, escritor inmenso, demócrata y liberal sin matices, defensor incansable de la libertad.
Mario fue un hombre de ideas que nunca dejó de ser un hombre de acción. Defendió la libertad cuando otros la disfrazaban, la nombraban en vano, o la traicionaban.
Creía —como creyeron los grandes— que la literatura no sirve solo para imaginar el mundo, sino también para salvarlo. Y en esa tarea, no pidió permiso ni perdón.
En estos días, he vuelto a leer con admiración y gratitud La llamada de la tribu. Estoy leyendo, otra vez, La civilización del Espectáculo y algunas columnas en Sables y Utopías.
Su fuerza y su claridad son impecables y no perderán vigencia, por los siglos de los siglos.
¡Cuánto lo extrañamos!
Ahora bien, me parece oportuno, justo y correcto reconocer a otro querido amigo, también Vargas Llosa, y decir lo que corresponde.
Álvaro perdió a su padre, a su espejo primero, su maestro discreto, su amigo más antiguo.
Fueron, además de padre e hijo, compañeros de mundo, cómplices de imaginación y aliados en las horas vividas y escritas.
Fueron cómplices en la vida… y en las letras. Corregían frases, discutían ideas, se sorprendían con lo que el otro escribía.
Conversaron con palabras que no necesitaban ruido, compartieron silencios que sabían a confianza, y caminaron juntos por los paisajes de la memoria y de la imaginación.
Álvaro fue más que su hijo. Fue su lector, su editor invisible, su voz paralela.
Uno era el faro; el otro, la vela encendida. Y cuando llegó la hora en que el cuerpo del padre empezó a apagarse, el hijo no huyó del crepúsculo. Se volvió amparo, oído, brazo fiel. Le sostuvo la dignidad hasta el último día.
Vi con emoción la serie de televisión que hicieron juntos para TV Azteca y me quedó claro que fueron amigos entrañables, mejores amigos.
Cuando la vida apretó, el hijo no se apartó. Puso su tiempo, su atención, su ternura entera al servicio del padre, no como sacrificio, sino como elección luminosa.
No hay gloria más alta que cuidar al que nos enseñó a vivir.
No hubo sacrificio, hubo lealtad. No hubo deber, sino elección de amor, de ese que es verdadero y que se hace destino compartido.
Hoy no hay vacío, sino legado. No hay despedida, sino continuidad íntima.
Querido Álvaro, fuiste un hijo que honró a su padre en vida. Lo acompañaste siempre, y en la etapa final, lo sostuviste, lo cuidaste con ese amor silencioso que no hace alarde, pero construye eternidades.
Lo llevas ahora como parte de ti, no como ausencia, sino como raíz; y por eso seguirás escribiendo con él, desde dentro y para siempre.
Gracias por esa lección de vida, querido Álvaro.
Dionisio Gutiérrez