Editorial del programa Razón de Estado número 151
Cada año, en estos días de julio, y porque mi calendario personal avanza un año más, vuelven a mi memoria recuerdos y vivencias que forjaron mi presente.
A los seres humanos, y creo que les pasa a todos, nos llega el día en que, más que celebrar por los años que cumplimos, pensamos en los años que nos quedan. Un ejercicio éste, que es bueno hacer, y cuanto más joven mejor. Da sentido al tiempo y permite recalibrar las prioridades de la vida.
El tiempo me ha enseñado que el reto y el gozo de vivir la vida están en el camino, no en el destino. Y para darle sentido al diario vivir y caminar, solo hay que aprender, preservar y practicar ese código de valores que nos permite presentarnos ante el mundo como seres humanos solventes. Especialmente, frente a nosotros mismos.
En ese diario vivir y caminar, creemos que sabemos a donde vamos; pero, lo importante es practicar nuestro código de valores, pues es allí donde encontraremos los mecanismos del sufrimiento y la felicidad.
Dicen que la vida es cuestión de saldos; la diferencia entre lo bueno y malo que nos pasa, la diferencia entre nuestras virtudes y nuestros defectos, entre nuestros aciertos y desaciertos.
Por eso es fácil, para el generoso, para el humilde de corazón, para el decente; aunque caiga o se equivoque muchas veces, sumar saldo positivo a su vida y en la vida.
También dicen que la vida es incierta, cuesta arriba e imperfecta. Así es la vida, y pasa rápido. Por eso, quienes logran dar el grado de importancia a las cosas que realmente importan, alcanzan mayor bienestar. Esa sensación de estar bien, no por mandar o tener, pues estas son trampas que arruinan con frecuencia, sino por sentir el espíritu en paz, porque se le da lo que alimenta de verdad.
Con su permiso, y con las disculpas del caso, hoy hago este paréntesis para respirar; para hablar con ustedes, no de Razón de Estado, sino del Estado de la vida.
En estos tiempos de angustia, crisis e incertidumbre es cuando se hace más importante aprender, que perder, enseña. Aceptar que no se puede evitar el dolor que producen la mentira y la traición; el golpe que dan a tu dignidad la tristeza y la derrota.
Sólo la madurez y la experiencia que dan los golpes y las caídas nos permiten encontrar paz interior y armonía; virtudes a las que solo se llega cuando has aprendido a triunfar sobre ti mismo; más allá de tus defectos, a pesar de tus errores; aceptando que la vida es volátil y cambiante, y por eso emocionante.
Cuando me preguntan cuántos soles y cuántas lunas he visto, respondo que no es el tiempo el que pasa rápido; es la vida.
A finales de los sesenta, con 10 años, yo era acólito de dos de aquellas iglesias de pueblo con bancas de madera alisadas por los fondillos de los pobres. Aquello no ha cambiado mucho.
Llegué a tener reputación de caso perdido; y con devoción de perro sin dueño pasé aquella época de mi vida buscando sentido a la vida. Y sin esperarlo ni pedirlo, estoy aquí, y sigo descifrando el arte de vivir.
He aprendido que es importante desarrollar las virtudes que nos permiten vencer la adversidad. He aprendido que renovar el conocimiento es la condición para el progreso del ser humano; y que, en el trabajo, como en la vida, existe una íntima relación entre el esfuerzo, el riesgo y la recompensa.
He descubierto que, en las relaciones personales, los vínculos de afecto no se desmienten cuando privan la integridad y la franqueza.
Y así, por qué no, se puede llegar bien al final de la vida, porque llevaste siempre contigo ese código que te dio solvencia y te permitió, sin freno ni medida, dar lo mejor de ti, equivocarte, caerte, pero siempre dispuesto a dejar este mundo, cuando toque, con la frente en alto... y agradecido.